El
coro no pudo prevenir el hýbris que me impulsaba, la idea era desobedecer, Todo
el público observo callado, haciendo la mimesis al medida que se acercaba el desenlace. La palabra tragedia empezaba a cobrar otro sentido mientras las manos se
aferraban a los taburetes, la respiración era contenida y los ojos dejaban de
parpadear. La espada de Damocles iba a caer seccionándome en dos. Un castigo de
la vieja escuela, a Ícaro no se le permitiría soñar de más.
Pronto
lo inevitable paso, limpio y rápido como un cirujano el acero hizo justicia y a
medida que se iba cerrando el telón, todos los presentes hicieron catarsis. Un
suspiro colectivo, un alivio de tensiones, una lección aprendida. La mayoría se
paro en un aplauso cerrado. Luego, y de la misma forma que vino, la
concurrencia se retiro en un murmullo bajo, con una sonrisa entre los labios,
satisfecha.
Del
otro lado del telón, todavía yacía en un mar de tablas, las luces se habían apagado
y la oscuridad venia acompañada del silencio. Todos habían resurgido del
teatro más sabios y prudentes, porque mi final era para ellos solo una etapa de
un continuo. La lección es válida si se puede aplicar en el futuro. Pero yo
quede absorto, inmóvil, encerrado en esa última acción, sepultado vivo como Antígona,
ciego como Edipo y como Áyax Con la espada de Héctor clavada en mí ser.
Tan
provechosa fue la enseñanza que brindo la obra que nadie se detuvo a preguntar qué
beneficios obtuvo el actor principal. En realidad fue para él una lección tan inútil
como un antídoto para un cadáver envenedado.
Y
aquí estoy. Doblemente ciego, con la tierra hasta el cuello y con una espada que
yo mismo me clave y cada segundo duele más y más.
Quizás…
Siempre vamos a ser mucho más humanos que deseamos ser.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario