Como
todas las mañanas Leonardo Pisa se dirigía a pie desde su casa hasta la
estación Alberti Norte del subte A. Era un camino de pocas cuadras pero esa caminata le
permitía disfrutar por unos momentos del aire fresco, el sol de la mañana y de la cambiante
mezcla de olores que emanaba el barrio. Incluso una llovizna imprevista era para él un
goce enorme.
A
metros de llegar a la estación se detuvo en su habitual parada, un zaguán
devenido en kiosco donde siempre compraba un paquete de chicles de mentol y una
caja de cigarrillos.
Frente al negocio se repitió la misma ceremonia de todos los días.
Frente al negocio se repitió la misma ceremonia de todos los días.
-¿Qué
se le ofrece? –Preguntó el kiosquero, que era tan viejo como el zaguán mismo.
-Unos
Beldents negros y un Lucky de 20 – Murmuró Leonardo mientras extendía su mano
con la cantidad de monedas exactas para la compra.
-Tome…
está justo –
Leo
guardó los chicles y el paquete de cigarros en el bolsillo y sin despedirse se
alejó hacia la boca del subte. Bajó las escaleras de mármol dejando tras de si
los olores de la calle mientras un nuevo aire le daba la bienvenida pegandole de lleno en la cara, un
olor a calor, grasa y electricidad que provenía de las entrañas de ese laberinto
sumergido en la ciudad, un olor al cual en pocos minutos se iria acostumbrando.
Llegó al recibidor donde lo esperaba, ya en su puesto, el cajero, a quien saludó con un leve movimiento de cabeza; Lo mismo hizo con el guardia que estaba sentado en el inicio los molinetes en una silla que parecía sacada del taller de carpintería de su escuela industrial.
Llegó al recibidor donde lo esperaba, ya en su puesto, el cajero, a quien saludó con un leve movimiento de cabeza; Lo mismo hizo con el guardia que estaba sentado en el inicio los molinetes en una silla que parecía sacada del taller de carpintería de su escuela industrial.
Mientras
pasaba por el molinete amarillo, el más cercano al guardia, éste le susurró.
-Leo...
un pucho… ya sabes… -
Leonardo
asintió de nuevo, y casi sin mirarlo se dirigió al final del andén. Una puerta metálica
llevaba al guardarropa y al baño de los trabajadores de la estaciones, tanto de
Alberti Norte como Sur.
Las estaciones Alberti Norte y Sur eran
estaciones gemelas separadas por 50 metros de túnel. Cada una era una copia
fiel de la otra pero enfrentadas. Una tomaba los trenes que se dirigían a Primera
junta y la otra los que iban a plaza de Mayo. En lo único que diferían era en
que Alberti Norte no solo contaba con los guardarropas y baños, sino que
también con la Sala de Control, que se encontraba en el medio de las dos estaciones y era donde Leo trabajaba.
La
sala de control era
una habitación de cuatro por dos, con una ventana al túnel subterráneo. Se
llegaba a ella mediante un pasillo de 20 metros, que la conectaba con los
vestuarios de la estación.
Leo
marcó tarjeta en el vestuario y dejó, sobre la tarjeta del guardia, el
cigarrillo como era costumbre. Cruzo el pasillo y se metió en
esa mínima celda que lo retendría como prisionero el resto del día.
Dentro
de la sala había un escritorio totalmente ocupado por una consola de
control de principios de siglo hecha enteramente de madera y que contenía
bombillos que simulaban las estaciones de la línea A, los puntos de control y
los cambios de vías que se ubicaban a lo largo de todo el trayecto. A su lado
una mesa con una biblioteca adosada al fondo, contenía los cuadernos de pase de
las formaciones. Completar esos cuadernos era la tarea principal de Leo. Su trabajo consistía en chequear los horarios y números de
formación de la línea, para que la gerencia pudiera llevar un control de los maquinistas y los viajes
de las unidades. Eso lo lograba gracias a la ayuda de la consola de control y
de dos espejos ubicados en el túnel, que le permitían ver los coches que
llegaban tanto a Alberdi Norte como a Sur.
Ni
bien se situó en su silla, apagó la luz de la oficina dejando solo una lámpara
ubicada en el escritorio que iluminaba solamente la mesa. No le gustaba ser
visto por los pasajeros y la ventana lo ponía frente a frente con la formación.
Si dejaba la luz principal encendida, los pasajeros veían la oficina como si fuera un
fotograma incoherente en una proyección de un túnel de subte. Lo que él no
podía evitar era ver cómo, cada vez que pasaba un subte, una serie de ventanas con gente borrosa pasaba rápidamente por delante de sus ojos.
Un
nuevo día había empezado, en realidad no sabía si era nuevo o era un día de la
semana o mes anterior que se volvía a repetir.
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