A medida que el sol se va poniendo, revelando una
fotografía velada, el cielo sin estrellas avanza desde el oriente, luchando
contra las ambiguas luces amarillas que cuadriculan una ciudad que, una vez
más, se da por vencida ante la noche.
Ya hemos renunciado al horizonte anteponiendo a él
una incongruencia de edificios, renunciamos al silencio ahogándolo con susurros
de maquinas a la distancia, y le dimos la espalda al cielo cegándolo con
farolas ocre.
La noche me encuentra solitario y un cielo vacio y
negro, ese espejo de obsidiana, multiplica mi soledad, ni siquiera la
constelación de Orión, la cual saludaba desde pequeño, se hace presente en esta
velada. Solo el rastro de una luna ya escondida todavía perdura en el reflejo pálido
de unas nubes lejanas.
No recuerdo en qué momento desaparecieron las
estrellas, no recuerdo en qué momento se fugaron todas ellas, creo que fue hace
poco pues su siento su recuerdo latente, como el dolor de la piel quemada
cuando encuentra un chorro de agua caliente o al acercarse a una estufa.
Supongo que será por el bien de todos, olvidarnos
de las estrellas, olvidarnos de lo inalcanzable, de lo imposible, infinitamente
grande y brillante. Todo su despliegue genera modestia y humildad, imprime
pequeñez en el alma humana, impotencia en los grandes logros del hombre, y
soledad en esta bola azul que se abre camino en el cosmos, siempre alejándose
de todo a medida que todo se aleja de ella. Sin embargo yo las sentía
compañeras, latiendo erráticamente pero siempre encendidas, como las ideas de
un cerebro taciturno.
Supongo que es otra de las cosas que siempre
extrañare, que no va a dejarse ser olvidada, no tan fácilmente y aunque el
olvido sea un destino compartido e irrevocable, sé que hay cosas que no merecen amnistía.
Quizá las encuentre de nuevo, tal vez en un viaje
de la ciudad hacia la costa, cuando me sorprenda la noche en mitad del campo,
detenga el auto y me quede contemplando su silencio llenando el cielo que se
come el horizonte, una explosión de estrellas en el firmamento.
